viernes, 19 de agosto de 2011

- ¿No te preocupa que esté allí abajo?

Tôya miró sobre su hombro un segundo. Sakura estaba en su puerta, jugando distraídamente con su pelo, sin mirarlo a él, por lo que siguió tecleando y mirando sus pantallas.

- Ya sabes que mientras esté fuera, no es peligroso. Allí abajo no hay nada que le pueda hacer daño.

- ¿Eso piensas? - Sakura resopló -. Allí hay cosas de cristal, metales... ¡Bisturís! ¡Y cables! ¿Qué pasa si pisa un charco electrificado?

Esta vez, Tôya se giró completamente, silla incluida.

- Y luego soy yo el hermano sobreprotector...

- Ugh... No quiero ser sobreprotectora, es sólo que es tan pequeña que... no sé...

- Tú no levantabas mucho más del suelo con ella cuando te colaste no en el laboratorio, sino en la sala Edén, que es peor. Y si no me fallan las cuentas, eras bastante más joven de edad que ella, - respondió Tôya, conteniendo una sonrisa de medio lado que pese a sus esfuerzos, no pasó desapercibida.

- A veces te odio, a ti y a esa cabeza tuya - fue la respuesta de ella, acompañada por un hinchamiento de mofletes y sacamiento de lengua.

- Yo también te quiero, cerecita - esta vez no hizo nada por ocultar la sonrisa.

jueves, 18 de agosto de 2011

Primer encuentro

A ojos de la pequeña Himawari, aquel laboratorio era enorme. Allí siempre había cables por el suelo, matraces y probetas con sustancias de aspecto extraño, placas de petri con cultivos semiolvidados y demás cachivaches repartidos por las cuatro mesas enfrentadas cuya altura era sólo ligeramente inferior a la de la niña, y no llegaba a asomar la cabeza por encima más allá de la nariz. Pero eso hacía tiempo que ya no le preocupaba, su atención ya no se la llevaban aquellos recipientes de cristal. Tampoco la campana de extracción, que siempre tenía algo humeante o destelleante. Ni siquiera el microscopio de aspecto futurista de la mesa pricipal.


No, ya no. Unos días atrás, Hanatarô había pasado encerrado largas horas en aquel laboratorio, y nuevo material había bajado y no había vuelto a subir. Todos andaban intrigados de una u otra manera. La mayoría sabía casi seguro qué estaba pasando, pero Himawari, al ser la más pequeña, lo contemplaba todo con ojos curiosos, deseosa de poder colarse a investigar.


Por fin, Hanatarô salió, cogiendo el coche y marchándose de la casa. Todos sabían que tardaría en volver, y Himawari vio su oportunidad para entrar a echar un vistazo. Nadie se lo impidió, sabían que la niña no causaría ningún destrozo, y tampoco es que se preocuparan de mantener la privacidad de aquel lugar. 


Bajó las escaleras con cuidado, ya en una ocasión se había resbalado con quién sabe qué cosa. El escáner de seguridad no le supuso ningún problema, seguía tan anticuado como siempre. Tôya más de una vez insinuó que en el fondo lo más seguro es que a Hanatarô le daba igual que entraran o no, mientras fueran capaces de no dejar rastro. Era como una de tantas pruebas que tanto le gustaba a aquel loco hacerles.


Empujó la primera puerta y dejó que se cerrara sola. La siguiente se abrió sola con un zumbido irritante. ¿Cuándo se decidiría a cambiarla? O al menos a arreglarla de una vez. Al acabar de abrirse, los ojos de Himawari, dilatados por la oscuridad, le dolieron ante el inusual resplandor verde que inundaba la sala. Las mesas del fondo habían sido desplazadas hacia las paredes laterales, y en el centro había ahora un cilindro vertical, ancho, de un metro de diámetro, con una base que parecía suministrar aire y calor a aquella sustancia de dentro que no estaba muy claro si era verde, o lo parecía por la luz que salía de los tres focos del fondo. En esa base además había una terminal que parecía marcar unas constantes vitales con un pitido regular.Al fijarse mejor, Himawari vio que en el centro, suspendido gracias a la corriente de aire y con un cable unido a su parte superior, se veía un huevo de un tamaño algo menor que su propia cabeza. En la superficie, un código y el nombre "Ave del Paraíso".